Reformas

Preservar la libertad de expresión


2020-05-18
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La Razón

Los decretos no tenían problemas de interpretación o delicadeza, sino de inconstitucionalidad, al perseguir y penalizar el derecho humano a la libertad de expresión.

Cercado por la presión nacional e internacional, el Ejecutivo derogó los artículos de tres decretos supremos que penalizaban la libertad de expresión y eran claramente inconstitucionales. Se logró así una victoria en defensa de los derechos ciudadanos frente a impulsos autoritarios del Gobierno provisorio en el contexto de la emergencia sanitaria por el coronavirus SARS-CoV2.

Todo empezó el 21 de marzo, cuando, mediante el Decreto Supremo 4199, el Gobierno declaró cuarentena total como medida de excepción contra la pandemia. En esa norma se incluyó un parágrafo restrictivo del derecho constitucional a la información, estableciendo que serán objeto de denuncia penal por delitos contra la salud pública las personas que “desinformen o generen incertidumbre a la población”. El despropósito fue reafirmado en su letra cuatro días después en otro decreto (N° 4200).

La promulgación de estas normas alertaron sobre la vulneración de derechos humanos en Bolivia, y algunas entidades internacionales, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, emitieron pronunciamientos en contra. Se advirtió sobre el riesgo de que fiscales, jueces e incluso autoridades definan de manera discrecional qué era “desinformación” o peor, qué implica “generar incertidumbre”. Pero no era solo un riesgo, sino un instrumento con el que se procedió a la detención y condena veloz de “actores políticos”.

Al Gobierno provisorio no le pareció suficiente. Y decidió ampliar la penalización mediante otro decreto (N° 4231) difundido el Día del Periodista. En una disposición adicional modificaba los anteriores decretos: a) en lugar de desinformación, hablaba de “información de cualquier índole”; b) amplió el alcance a expresiones “en forma escrita, impresa, artística y/o por cualquier otro procedimiento”; y c) habilitaba juicios por “delitos tipificados en el Código Penal”. Sin duda fue un exceso insostenible en democracia.

La reacción nacional e internacional, incluidas la CIDH y la ONU, fue tan abrumadora para el gobierno de Áñez que se vio obligado a dar marcha atrás. Y derogó los artículos cuestionados en los tres decretos. Si bien debemos celebrar como sociedad que se haya frenado este intento de imponer una norma mordaza contra la libertad de expresión, el riesgo punitivo permanece. Sin ninguna autocrítica, el Gobierno justificó la derogatoria alegando “ciertas inquietudes” de interpretación o “susceptibilidad”.

Debemos decirlo de manera inequívoca: los decretos no tenían problemas de interpretación o delicadeza, sino de inconstitucionalidad, al perseguir y penalizar el derecho humano fundamental a la libertad de expresión. Y ningún régimen democrático puede hacerlo, por más que estemos en una emergencia sanitaria. Ahora corresponde que el Gobierno y la Fiscalía retiren los cargos contra las personas detenidas y enjuiciadas al amparo de tales decretos. La libertad de pensamiento y de expresión no son delitos.

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