Reformas

"BOLIVIA: Por qué no pueden derograse los Art. 16 y 23


2010-10-20

El periodista Rafael Bautista escribe el artículo "BOLIVIA: Por qué no pueden derograse los Art. 16 y 23" en relación a la Ley contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación

No se trata de una pregunta. Se trata de responder a la insensatez de cierta prensa que ha abrazado, de modo hasta histriónico, la causa de los medios: la consagración de su poder. Éste ha dispuesto toda una dramatización prosaica que, si no fuera por lo gastado de la trama, sería merecedor del premio “tv y novelas” (y en todas las categorías). La puesta en escena de “la prensa también llora” o “sin racismo no hay paraíso”, resulta una triste parodia de la devaluación del propio ejercicio periodístico. La devaluación es hasta moral. Por eso a la pregunta del presidente: ¿está usted de acuerdo con la discriminación?, la periodista responde: no es mi responsabilidad. En eso cae el periodismo cuando aprende no sólo a tolerar la injusticia sino hasta desearla (porque es noticia). Caín se hace actual, la muerte del hermano no es responsabilidad suya, por eso elude toda culpa: ¿acaso soy guarda de mi hermano? Si la prensa degenera en la irresponsabilidad total, entonces, ¿dónde está la ética periodística? (si es que todavía se encuentra en algún lugar). No por casualidad, las ciencias de la comunicación (o ciencias de la manipulación), se desarrollan en USA; y se desarrollan como racionalidad instrumental, por eso la comunicación ya no genera comunicación sino negocios. Si el lucro administra el entretenimiento, entonces la comunicación se encuentra a merced de la especulación; aparece la privatización de un ámbito público: la comunicación ya no es un derecho sino una mercancía, a ella tienen acceso sólo los adinerados. La comunicación genera ingresos cuantiosos y genera también poder. El inversor no apuesta a los medios por filantropía. Tampoco apuesta a la libertad de expresión. Su apuesta consiste en privatizar ésta; la única libertad es la libertad del mercado y ésta consiste en la libertad de vender y comprar (es decir, todo tiene precio, hasta la dignidad); por eso no se trata de la democratización de la libertad sino de su monopolio. Por eso el rechazo es tácito. Devolvernos la dignidad es un atentado al reino de los business. El racismo permite naturalizar la exclusión: en el reino del mercado sólo tienen libertad los que tienen dinero y estos no son precisamente los pobres o, en nuestro caso, los indios. El único acceso de estos es para generar humor; en el indio se descarga hasta la burla que, como catarsis, sirve para el deleite del racista. Su “superioridad” consiste en burlarse del “inferior” (por eso decía Martí: sólo hay una raza inferior, aquella que se cree superior). Es feliz sólo con la desdicha del otro. Su alegría sólo puede regocijarse en la desgracia ajena. Por eso le preocupa una ley antirracismo; porque ve acabar su felicidad. Eso considera una violación a sus derechos, por los cuales se moviliza, hasta entra en huelga de hambre. La dignificación le indigna. Por eso prende velitas y hace de la compasión un congregador emocional que atrapa la buena fe de la gente. ¿Por qué se rechaza esos dos artículos? Se trata de una trampa. Lo que está en juego no es la libertad de expresión sino la propiedad de ésta. Si los medios reconocen los dos artículos, estarían reconociendo responsabilidad social, es decir, estarían admitiendo que su actividad solicita legislación pública. Se acaba entonces el reino de los medios, el poder de estos, la mediocracia. Se encuentran en aprietos. Por eso aceptan la ley de boca para afuera, porque para adentro la repudian; por eso optan por la resistencia. Derogado el artículo 16 la ley queda como simple enunciado y los medios aseguran la jauja a la que están acostumbrados. La trampa consiste en declarar un supuesto acuerdo con la ley, minando su instancia ejecutora: en el caso de los medios, la ley no tendría ninguna incidencia. Un embuste con cara de probidad. Inversión típicamente mediática, donde lo bueno aparece como malo y lo malo bueno, y adonde caen los tontos útiles, entre ellos los propios periodistas. Si digo estar de acuerdo con una ley, es más, si reconozco además lo oportuno de su ordenanza, ¿cómo puedo objetarla cuando se refiere a mí? Si mi apoyo pone condiciones entonces no soy un sujeto de derecho y, lo que es peor, tampoco me interesa un estado de derecho; esto quiere decir: me pongo por encima de la ley, es decir, me sitúo más allá del bien y del mal, me creo Dios. La ley no puede tocarme, por tanto, soy inmune ante ella, es decir, he declarado, de facto, para mi conveniencia, un estado de excepción. Dicho de modo sucinto: sedición. Lo que declaran los medios es precisamente la insubordinación al estado de derecho que tanto se jactan de respetar. En el fondo, lo que demuestran, es aquello en lo que se han convertido: un poder irracional que socava los fundamentos de todo ejercicio democrático. Si la comunicación es patrimonio público, y los medios se constituyen en un poder mediático, entonces asistimos a un déficit democrático: si todo poder corrompe, ¿por qué los medios serían la excepción? Y si no son la excepción, ¿un rechazo a toda regulación pública de su actividad, no expone una intransigencia con cara de totalitarismo? El que acusa de totalitarismo, ¿no será la expresión propia del totalitarismo? El rechazo a los dos artículos es, en realidad, el rechazo a la ley en su conjunto, a su pertinencia y a su conveniencia, a su alma y a su espíritu. Es el rechazo cínico a la igualdad humana. No hay democracia sin igualdad de derechos. Por tanto, un rechazo a la igualdad humana es un rechazo antidemocrático. Sólo el fascismo puede llegar a tanto. La desigualdad humana es el suelo donde funda sus pretensiones. Por eso no puede renunciar a su fundamento. Por eso abraza ahora las banderas de las víctimas (libertad, democracia, justicia), pero de modo cínico, porque en ellas se escuda para defender lo que siempre pisoteó. Si no defiende la desigualdad (no hay libertad para los enemigos de mi libertad), se queda sin legitimación posible. Si acepta someterse a un régimen de derecho, válido para todos, se queda sin margen de acción, acepta que sus propósitos ya no tienen sentido, es decir, estaría aceptando su anulación misma. Por eso hasta hace huelga y todo el dramatismo que despliega, le muestra en la desesperación que significa perder el poder que había usurpado. Su negativa a la ley lo muestra como aquel que no se rige por leyes. Cuestiona hasta el sentido mismo de la ley. Dice que la ley no es clara, no es específica, no define nada y que su interpretación es lo que cuestiona. En primer lugar, la ley, por definición, es universal, y lo es, porque su aplicación es por derivación; lo particular es cada caso. La ley no puede prescribirse de modo particular, sería su progresión al infinito, imposible de resolución. La ley es universal, es decir, general, porque vale de modo prescriptivo. En segundo lugar, la ley, por sí misma, no tiene por qué definir. Cuando se dice: “no mataras”, no se define lo que es matar. La ley no define; la ley señala, determina y establece materia punitiva. Por eso, de la ley no se deducen nuevos derechos; los nuevos derechos son anteriores a la ley, es más, los nuevos derechos fundan una nueva ley. En los nuevos derechos están las definiciones, no en la ley. En tercer lugar: toda ley es siempre sujeta a interpretación (su universalidad es imposible de aplicación mecánica). Por eso la ley no puede ser criterio de sí misma. El derecho es anterior a la ley y lo es, porque el ser humano es sujeto de derechos anteriores a todo Estado de derecho; los derechos civiles nacen de los derechos humanos, porque el ámbito de emanación del derecho es la justicia: la justicia es el fundamento legitimatorio del derecho. El criterio de la ley es la justicia; sin ésta la ley pierde toda legitimidad; por eso hay (desde tiempos bíblicos) jueces, porque la ley por sí misma no genera justicia, los jueces son los agentes de interpretación, los que deben saber evaluar los casos particulares, y la misma ley sujeta a su aplicación particular. Ahora los medios se amparan en la constitución (¿no que estaba manchada de sangre según estos?); lo que negaron, ahora les sirve de escudo para preservar sus intereses. Eso demuestra lo falaz de su accionar; su negativa a la constitución era concomitante al racismo predicativo que ejercieron para desacreditar algo que contenía todo un conjunto de aspiraciones que proponían un país más justo y equitativo; del cual hasta ellos salían beneficiados, pero que no estaban dispuestos a aceptar por el origen y la procedencia de esa constitución: los indios. Por eso las voces racistas más coléricas, encontraron en los medios privados su palestra ideal. Allí se articularon los ámbitos más fascistas de una oposición, cuyo afán por destruir todo, produjo sólo su propia destrucción. Derogar el artículo 16 significa un golpe a la ley, significa declarar a los medios “territorio sin ley”. La redacción, supuestamente ambigua, expresa apenas el carácter punitivo de todo despliegue legal; la incidencia en los medios declara a estos emanadores de educación y entretenimiento, como tales, responsables de una actividad cuyas consecuencias son siempre públicas, por tanto, sujetos a responsabilidad social: “el medio de comunicación que autorizare y publicare ideas racistas y discriminatorias…”, es decir, el medio que consiente, provoca e incita, es aquel que está sujeto a: “… sanciones económicas y suspensión de licencia de funcionamiento…”, o sea, no hay cierre automático sino sanciones previas que derivan, en último caso, en un posible cierre, además, “… sujeto a reglamentación”. Los gremios de periodistas debieran ser los más interesados en la redacción de la reglamentación; pero, al parecer, lo único que están dispuestos a aceptar es su conveniencia. Sus representantes acusan de intransigencia la posición gubernamental, pero la intransigencia de ellos es tanta o más acentuada que la oficial. El artículo 23 posee un apartado que les molesta: “cuando el hecho sea cometido por un trabajador de un medio… o propietario, no podrá alegarse inmunidad ni fuero alguno”. La negativa a esta disposición significa otorgarle a la prensa un régimen de excepción legal. Mucha televisión contagia, pues lo que piden es ser James Bond. La licencia consistiría en una “patente de corso”. Suena hasta folletinesco: “Por cuanto he concedido permiso para armar al corso, a fin de que pueda cuanto le deleite hacer a los enemigos de mi Corona, librándole de todo compromiso legal que sus diligencias…”. Y hablando de diligencias, la presencia de la SIP no es nada gratuita; si acude presurosa al llamado de los medios locales, es porque acude a defender una de sus plazas. Pregunta: ¿qué hacía la SIP cuando los medios incitaban las acciones racistas en Sucre, Santa Cruz, Cochabamba, Pando, etc., cuando en pleno acto de sedición complotaban de modo abierto en el fracasado golpe cívico-prefectural, el 2008? Respuesta: la SIP no hacía nada, porque los medios estaban asegurando lo que ellos llaman “libertad de expresión”. Ya quisieran tener de nuevo un gobierno que sea interlocutor de este tipo de diálogos. — Es que tenemos algunos chavales de gatillo fácil, verbo más que grosero y descomedido, entusiastas del alboroto, el embuste y la ignominia, a quienes no les vendría nada mal piratear en los mares de la comunicación... — Como no, casualmente aquí tenemos patentes frescas. Vaya a decirles a sus chavales que buen lebeche y buena caza. Hasta la piratería degenera y, en vez de hacer epopeya, hacen sainete. Por eso la movilización de la prensa más parece una parodia circense. Los barbijos que llevan los asemeja a infectados de algún virus que provoca que la gente no se les acerque demasiado; en medio de aquello, denuncian la conculcación de la libertad de expresión desde la más expedita libertad de expresión. Y los periodistas movilizados no atinan siquiera a aprovechar el momento para exigir mejores condiciones laborales (porque hasta de seguro carece la mayoría) y la activación efectiva de la praxis sindical. Si las acciones del medio pudieran atentar la estabilidad laboral de los periodistas, eso debiera motivarles a ejercer control social del medio donde trabajan. Ahí veríamos si los dueños de medios estarían dispuestos a hacer huelga en defensa de sus trabajadores. Porque resulta triste la cooptación hasta burda que han hecho del periodismo los grandes medios de comunicación. Por eso es de destacar la valentía de varios periodistas que, a la usanza del agorero, son como la voz que clama en el desierto. El desierto lo constituye aquel déficit democrático que hace de la comunicación un poder y donde el periodismo se devalúa a legitimar aquel déficit. La prensa actúa como aquel que se quiere perfecto, incapaz de admitir culpa alguna; por eso no admite ninguna rectificación de parte suya, porque es incapaz de asumir responsabilidad alguna. No todos somos culpables, dice la prensa movilizada; es cierto, por eso respondemos: pero todos somos responsables. Por eso precisamos de una legislación que le devuelva al periodismo su vocación de servicio a la comunidad a la que se debe.

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